en su despacho

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viernes, 6 de noviembre de 2015

Notas Necrológicas II

Lugar de publicación: 
Anales de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid. Vol. XXV, Enero de 1987. 
Sesión necrológica. 

Doctor Don OLEGARIO ORTIZ,
Académico de Número. Catedrático de Patología Médica.

Con la venia de mis ilustres compañeros tomo la palabra para participar en esta conmemoración de don Emilio Zapatero Ballesteros. Si como dice el poeta Pedro Salinas, vivir es separarse, la muerte colma esta separación entre nosotros, esto sea dicho solo en sentido físico, porque los muertos nos acompañan siempre. De la existencia humana queda lo que realmente somos; por una parte la realidad biológica que por los genes se trasmite sólo a los descendientes, y por otra la realidad histórica que es la obra del espíritu de cada uno, un legado que a todos se nos ofrece. Los que hemos conocido esta realidad de don Emilio Zapatero, tenemos el deber de recordarla aunque para sus seres más queridos esta añoranza resulte todavía penosa. Esta honrosa designación hacia mí, más que por razón de mérito, ha sido, me consta, porque en mi trayectoria profesional existen algunas coincidencias con la de don Emilio, entre otras porque ambos, una vez terminada la licenciatura, ejercimos la medicina rural durante algunos años, ello me permite imaginar de algún modo esa peripecia de don Emilio Zapatero Ballesteros como médico de pueblo. También tuve la suerte de ser alumno suyo lo que me acerca más a su persona en tiempos más reales, aunque de eso haga casi medio siglo.
Hay alguna otra coincidencia, como veremos.
En el año 1924, cuando mi familia se traslada a vivir a Mucientes y yo iba a cumplir cuatro años de edad, don Emilio venía de médico al mismo pueblo. Por puro azar, pues, fue mi médico en la infancia durante un año que estuvo allí; acaso alguna vez me atendiera y es probable que me vacunara, de esto no guardo noción. Del primer médico que me acuerdo es de un sucesor suyo que se llamaba don Emilio Muñoz. Me visitó con motivo de un “andancio” contagioso que había por aquellos pueblos y caseríos y que llegó a nuestra casa. Se trataba de un catarro con calentura. A los pocos días me llené de granos con gran desazón. Esperábamos al médico con una ansiedad que crecía por momentos; cuando le vi llegar sentí un alivio instantáneo. Al día siguiente todo había desaparecido menos la tos. Siempre he creído que aquel sarampión le cure más por sugestión que por el efecto de unas medicinas que don Emilio nos recetó.

¡Cómo se grabaron en mi alma sus ojos azules y sus manos blancas! . Desde entonces yo sé lo que es un médico rural de aquellos tiempos. Su figura se acrecentaba más aún allá en una casa solitaria alejada del pueblo, donde el médico se hacía esperar más y la angustia crecía hasta alcanzar tanto agobio que no es extraño que su “aparición” tuviera efectos comparables al famoso “bombeo espinal de Speransky”, autor ruso que tras una punción lumbar comprimía y descomprimía el líquido cefalorraquídeo en varias oleadas sucesivas, con lo cual hacía desaparecer la erupción del sarampión y de la escarlatina. Y esta zozobra era mayor en aquellos tiempos en que casi todo lo que podía ofrecer la medicina general era la presencia, la mirada y la palabra del médico, es decir su persona; eso que Balint, psiquiatra suizo, dice que es el medicamento clásico y fundamental; pero del que ninguna Farmacopea dice la dosis que hay que dar a cada paciente. En esos pequeños pueblos donde ejerció don Emilio Zapatero se aprendía lo que es la curación de los enfermos porque todos los días se asistía a esta sencilla ventura.

Con frecuencia echaba mano de la mentira “piadosa” para ocultar tantas dudas y para que los familiares no perdieran la fe que tanto ayuda. El médico era algo así como aquel cura de Unamuno del San Manuel bueno y mártir, que también ocultaba sus dudas para mantener la fe de sus feligreses. Con frecuencia tenía que improvisar alguna respuesta ante la solicitud de los que buscan la salud de un ser querido. Recuerdo que siendo estudiante de medicina, una día acompañando en la visita a don José Para, entonces médico de Mucientes, después de ver a un niño febricitante y con fuerte dolor de cabeza, la madre vino por el portal hasta la escalinata y al momento de despedirla le preguntó con natural preocupación. ¿Doctor, y este dolor de que será?. A don José se lo ocurrió decir con energía persuasiva lo siguiente:
-¡ Pues señora, de que va a ser, del mismo dolor!. La madre queda extrañada nos seguía mirando. Mientras nos alejábamos hacia otra visita presentíamos su mirada por detrás como una pesadumbre.

Allí en los pequeños pueblos no era posible eludir la visita a los que no se curan a pesar de haber consultado a los mejores médicos de la capital, ni se podía abandonar a los que iban a nacer ni a los que iban a morir. Allí el médico sabía muy bien como comienza y cómo termina la vida y no podía faltar a ninguno si tenía clara conciencia de su papel; él siempre podía hacer algo.

Pero entonces también se hacía medicina preventiva en los pequeños pueblos, no es un invento de ahora; se vacunaba, se vigilaba el estado sanitario e higiénico y se enseñaba cultura sanitaria. Aquel médico era el ejemplo cabal de esa medicina global, holística, antropológica; era el genuino representante de la palabra que le da el nombre, pues como dice Corral en la Patología General, la raíz “meth”, en el sánscrito quiere decir “ir adelante”, y la imagen más lograda del que va delante es la del pastor, la más comparable a la del sacerdote y a la del médico de aquellos tiempos. Allí, sin medios de locomoción ni de comunicación, sin teléfono, llegada la noche y consumidos los remedios a su alcance solo le quedaba la luz del firmamento estrellado para tantas dudas y problemas. No es extraño que Goligorsky, en el chequeo a la fama de Jano, dijera que si tuviera que dar una imagen del médico, presentaría a la del médico de pueblo, que se ha perdido y que más que médico era un amigo.

Hoy con el progreso científico y técnico las condiciones de vida son mucho mejores, los medios de locomoción y de comunicación están al alcance de todos; gracias a los avances de la medicina es posible sobrevivir a muchos escollos que antes eran insalvables. Las condiciones de vida son mucho mejores, se vive más y mejor y somos más libres y vamos por la vida más confiados. La salud y el ocio es un derecho para todos y al médico también le han llegado esos grandes privilegios; somos más eficaces con la ciencia que nos acompaña; pero no podemos decir que seamos mejores. La relación entre médicos y pacientes es más libre pero menos solidaria. Estamos cada día más juntos pero más solos. La medicina se va deshumanizando a no ser que renunciemos a lo que es distintivo de los hombres: la compasión en el sentido más amplio de su etimología, que es lo mismo que la solidaridad.

Don Emilio Zapatero había puesto sus ilusiones en la docencia y en la investigación y en el año 1933 lograba la cátedra de Microbiología e Higiene de Santiago de Compostela y en 1935 la de Valladolid, más hasta que terminó la guerra civil, en el año 1939 no continuaron las enseñanzas con normalidad. Al año siguiente terminaba don Emilio de imprimir su libro de Microbiología Médica, el primero que se hacía en España, pues hasta entonces se guiaban por traducciones de libros extranjeros. Otro tanto ocurrió con la Patología Médica del profesor Bañuelos, fue también el primer libro de texto de esta materia en castellano.

Desde la perspectiva del aula y como un alumno más lo que más me motivaba de don Emilio en sus clases, aparte de su concisión y claridad, era el talante histórico. A todo daba énfasis, pero cuando daba datos históricos lo hacía con gran emoción y entusiasmo. Recuerdo su primer día de clase en Microbiología cuando decía:
“El primero que vio los microbios fue el holandés Leuwenhoeck, que tallando lentes ideó un microscopio y vio por primera vez a los microbios, eso que él llamaba animalillos… esto no siendo médico sino cuando era conserje del ayuntamiento de la pequeña ciudad holandesa de Delf”.

Otro tanto ocurría en cada lección cuando a cada microbio importante le unía con la hazaña histórica de su descubridor. Koch, Roux, Pasteur, etc. Los mentaba con tal unción y regusto que todos quedábamos prendidos durante la lección.

En las prácticas hacía gala de lo que es propio del que se dedica a los seres microscópicos, a toda costa trataba de que nos fijásemos en todos los detalles por mínimos que fueran. Al comenzar la práctica decía: ¡Anoten ustedes todo lo que necesiten para hacer la práctica y entréguennoslo por escrito!.

Siempre había alguno despistado que se acercaba a pedir una cerilla para encender el mechero. Don Emilio tomaba el papel miraba muy atentamente y a continuación decía: ¡ Eso no está escrito en su papel!. El alumno quedaba entristecido ante una mirada sonriente y un tanto disimulada de don Agapito San Juan que al fin nos proporcionaba lo que necesitábamos, pero después de la lección del profesor, que en el fondo sabía lo que iban a suceder.

Y lo mismo cuando estudiábamos la Higiene nos volvíamos a emocionar con algunos datos históricos. A nadie se le habrá olvidado esta descripción de Sanarelli a propósito de la ciudad de Benarés en las orillas del Ganges, de donde partían con frecuencia las infecciones del cólera morbo asiático: En aquella ciudad de la fe, en cuyas callejuelas angostas se encuentra cada cincuenta pasos un templo dedicado a cualquier divinidad, donde se ven circular vacas sagradas, monos sagrados, pavos sagrados, anacoretas sagrados, todo es sagrado: sagradas las piedras, el polvo, y la inverosímil porquería. En efecto, en Benarés está prohibida la limpieza de la vía pública. El suelo de ciertas calles y de ciertas plazas es toda una alfombra de estiércol y de .. flores, y un hedor acre, nauseabundo y potente, una tufarada de almizcle, de estiércol y de flores en descomposición y de incienso envuelve y apesta todo: cosas y personas. A cada paso se encuentran pavos sagrados que chillan y hacen la rueda, tórtolas que gimen, monos sagrados que gritan y se alborotan, papagayos que chillan, buitres famélicos que aúllan, y después siguen y se añaden sonidos ensordecedores de gong, de tambores, de campanas y de orquestas, explosiones de petardos, de fuegos artificiales…, etc. Y todavía, además, ídolos y más ídolos, ritos y más ritos, misterios divinos por todas partes, en los árboles y en los animales, y ceremonias religiosas sin tregua.

Una muchedumbre heterogénea de ambos sexos, completamente desnuda o semidesnuda, se apresura por todas partes, más especialmente en el dintel de los templos más venerados y en las pagodas más acreditadas, donde se difunde el eco de oraciones, de himnos, de imploraciones, de vociferaciones y de aires musicales salidos de los más extravagantes instrumentos de cuerda. Se ven por todas partes faquires cubiertos de ceniza, de cuerdas o de cadenas, inmovilizados y en los más fantásticos atuendos, como locos en todas las gradaciones del misticismo, apóstoles que predican, epilépticos que se retuercen, obesos y enfermos que aúllan, sacerdotes que gesticulan, bayaderas cubiertas de velos y de plata que venden amor para el templo de Visnú, penitentes que se fustigan y frotan la frente con el fango del suelo, gente que canta, que gime y se desespera, fanfarrias que suenan y oleadas de peregrinos que se suceden sin interrupción, al son de campanas y al ritmo de los tam-tam.

Y es que nadie está tan cerca de la realidad como el poeta en general que se esfuerza en expresarla buscando la palabra para rodear con su alma esa realidad que nunca llega a poseer; pero que es el que más se aproxima.

Un día cuando yo era médico en Zaratán recibí un oficio de la Jefatura de Sanidad en el que se me pedía que detallara las condiciones de habitabilidad de cada una de las casas del pueblo. La Ley establecía que todas las casas como mínimo debían disponer de una cocina comedor, habitaciones independientes, alcoba, gabinete, ventilación directa, patios abiertos, red de alcantarillado para el desagüe y los estercoleros a una distancia mínima de 500 metros del pueblo.

Al primer oficio no contesté, no sé si porque me daba vergüenza o por sentido del ridículo, pues ninguna casa reunía esas exigencias. Como en el texto de Higiene de don Emilio Zapatero se reflejaban lo establecido en las leyes sanitarias, cuando llegó por segunda vez el oficio lo comenté con él. Como enfadado me dijo algo así: los que legislan están en la higuera, lo hacen desde su despacho. Invíteles usted a dormir en Zaratán, en una de esas casas donde el pobre labrador duerme sobre el establo y desde donde le llega el calor animal y el vaho maloliente del estiércol, el que guardará en su corral, porque allá en las afueras se lo pueden robar y el día de mañana no tendrá el pan de cada día porque a la simiente sembrada en la besana no le llegará esa primicia que esperan las tierras resecas de nuestros páramos para dar su frutos.

Y ya acercándome un poco más a la persona de don Emilio les voy a contar alguna cosa más. Le recuerdo cuando venía hacia la Facultad, junto a la tapia de las Salesas; iba ligero, pensativo y cauteloso, pero en clara línea recta, con la decisión del que se sabe muy bien adónde va. Cuando hablaba se expresaba con tal gallardía y fuerza crítica que parecía que acabada de librar una discusión o una batalla. Sus palabras eran también firmes y resonantes; las sílabas palatales eran profundas y las labiales recortadas. Todas las vocales eran más oscuras, la O más que redonda parecía esférica, tal como cuando decía neumococo. Más bien parecía que todas las redondeaba y si ustedes me consienten que imite a Jean Cocteau en su diptonguismo poético sobre la voz de las estrellas, diré que las vocales las “oeaba”. Recuerdo que un día, cuando a los catedráticos se les obligaba a firmar para testimonio de su asistencia, ya se figuran por qué, don Emilio indignado exclamaba así:
¡La Universidad hioede, hioede!
 Al final de sus afirmaciones, para mayor firmeza, plegaba los labios y les fruncía un poco apretados como dando una costura firme a su expresión, al mismo tiempo que de sus ojos salía una chispa luminosa hacia nosotros los alumnos.

Permítanme ustedes que vuelva a aquellos días alegres de estudiante y les contaré cuitadamente, con todo respeto y cariño como nos imaginábamos a nuestros profesores y sus reacciones fuera de la seriedad de las clases, en un ambiente lúdico, por ejemplo jugando al futbol. A don Emilio le veíamos irguiéndose alborozado cantando el GOOOOL y a mi maestro don Misael Bañuelos nos le imaginábamos marchándose del campo diciendo, ya no juego por no haberme enviado el balón cuando le pedí para rematar de cabeza.

Pero don Emilio Zapatero tenía otras aficiones aparte de la lectura y sus relatos enjundiosos en el Norte de Castilla. Me decía otro de sus discípulos, Gerardo Ureta que una de sus grandes aficiones era la fiesta nacional, los toros. Como detalle de su erudición refería que un día un importante cronista taurino se acercó a don Emilio extrañado porque uno de los toreros más importantes de aquellos tiempos, Domingo Ortega, no venía incluido en un diccionario de toreros famosos por él consultado. A lo que don Emilio contestó con toda naturalidad: es que para encontrarle tiene que buscar a Domingo López Ortega, que es su nombre de pila.

La última vez que le vi y oí fue en el año 1975 cuando contestó a su hijo Emilio en el discurso de ingreso en la Real Academia. Tenía la misma claridad de expresión, un poco menos de energía y la voz entrecortada por la emoción.

Señoras y señores. Todo cuanto hubiera querido decir no ha sido posible, pues como dice el lingüista danés Jespersen, cuando hablamos, algo expresamos y algo suprimimos, pero tanto de lo que decimos como de lo que dejamos de decir, de ambas cosas siempre queda una impresión. Me gustaría que esta impresión haya sido certera y agradable.

Él se fue a su destino a cumplir su homenaje final pues al hombre no le espera otra cosa más que lo que vemos, la tierra. Es curioso saber que el hombre y la tierra, homo y humus tienen la misma raíz y el mismo origen. Acaso por ello se llaman lo mismo. Creemos que habrá visto algo más allá de la tierra pues como dice Elliot: “El final de toda nuestra exploración será llegar adonde empezamos y conocer el lugar por primera vez”.

Nosotros hemos querido traer aquí su espíritu, le hemos traído con el corazón, eso es recordar y no otra cosa.